martes, 11 de noviembre de 2008

Al lado de Icaro

No fue soberbia lo que acabó con la vida de Ícaro. Fue algo tan viejo como la Humanidad, la inevitable querencia del hombre por llegar más lejos, más alto, más rápido.

Ícaro era un humano, y no hay insolencia en obrar conforme a aquello de lo que uno está hecho; no la hay en vivir de acuerdo a la propia naturaleza.

Ícaro cayó, y desde su atalaya de pionero, tuvo que esperar mucho tiempo para ver a otros realizando su sueño: volar.

Cuando contempló cómo se elevaba aquel "Flyer" de los hermanos Wright en Kitty Hawk, una lágrima agradecida y largamente anhelada acabó resbalando por las comisuras de sus sonrientes labios.

Pronto, Ícaro comprendió que a aquel lloro inaugural le seguirían otros muchos, nada jubilosos, y sí muy tristes. Supo que le tocaría derramar muchas otras por tantos como caen, igual que él, amando la misma quimera.

Fue entonces cuando Ícaro decidió que en el lugar que habitaba, ese sitio reservado a los pocos que tienen la osadía de perseguir sus deseos hasta meterlos en una jaula de realidad, haría un hueco para los que, como él, pudiesen llegar con sus alas rotas.

Ícaro derramaría una lágrima cada vez que un Aviador dejase su vida en aquello que es la vida de un Aviador.

Cuando eso ocurre, Ícaro atusa las plumas desvencijadas de sus alas quebradas, y se encamina a recibir al Aviador caído, al nuevo Ícaro. Lo encara, con la lágrima todavía colgando de su quijada y lo rodea con sus alas rotas en un abrazo cargado del amor que sólo se siente por aquellas cosas que se persiguen incluso a riesgo de la propia vida.

El nuevo Ícaro, el Aviador caído, comprende entonces que sus alas desgarradas no son sino el tributo que el hombre paga por ser hombre. Se sienta al lado de su anfitrión y bendice las alas que hasta ese momento le permitieron disfrutar de un cielo distinto cada día, de una estrella por descubrir en cada travesía; las alas que le regalaron miles de mañanas recién enamorado de algo a lo que tantos otros, verdaderos soberbios que se permiten criticar la arrogancia de Ícaro, ven como algo cotidiano.

Las sigue amando, aunque ahora estén rotas. Es precisamente en ese instante, sentado al lado de su compañero, cuando se da cuenta de hasta qué punto las venera.

Las cuida y las mima. Esas alas que pertenecieron a un espíritu indomable en su determinación de desafiar al cielo, reciben ahora los susurros de cariño, las palabras tiernas y las caricias esmeradas de quien ya jamás podrá despegarse de ellas.

Porque son esas alas las que le entregaron la emoción que le impidió dormir el día que voló por primera vez. Son las que le salieron a golpe de tantos sacrificios, esfuerzos y privaciones que él dio por buenos el día en que pudo mirarse al espejo y ver que, por fin, las tenía. Son las alas que deseó con la fe, determinación y obcecación de las que sólo son capaces los niños. Las consiguió elevándose ante mil dificultades con la furia propia de la infancia. Ahora esas alas son su niño, y le hacen inmensamente feliz, al lado de Ícaro.

En un lugar al que únicamente llegan los que, aunque caídos, tienen el cuajo de no dimitir jamás de sus sueños. El sitio mágico, empantanado de pasión por un ideal hecho cierto, donde esos seres distintos pueden seguir volando, aun con las alas rotas.

Anónimo

En memoria de los pilotos del Spanair JK5022 Antonio Garcia Luna, Francisco Javier Mulet y Jose Fernandez Vazquez y de todos los pilotos que ha dejado su vida a los mandos de su avión.